Un agujero redondo en la fachada de la casa principal de Villaflores delata que el tiempo se ha detenido. Allí ya no está el reloj, porque alguien lo ha robado, como tampoco hay campana en la pequeña iglesia cuyas puertas están forzadas y reciben al visitante para mostrar una galería de grafitis de última generación. El poblado de Villaflores es un escenario decadente donde las centenarias arquitecturas están decoradas con pintadas mas típicas de entornos urbanos, con paredes cercadas y violentadas por cardos y maleza y con caminos salpicados de porquería: latas oxidadas, plásticos, basura…
Las montoneras de ladrillos que se levantan entre la frondosa vegetación silvestre dibujan perfiles en complicado equilibrio que pretenden seguir pasando por casas de dos plantas. El palomar, de planta circular, levanta su silueta sin mordeduras, como si pretendiese mantener la dignidad que otros edificios ya han perdido, gobernando como una torreta una explanada desde la que se ve pasar el tren de alta velocidad. Pareciera que las vías marcan la frontera entre Villaflores y Valdeluz, pasado y futuro, ciudades nacidas de la nada para cumplir sueños de épocas tremendamente remotas entre sí, aunque apenas las separe una centuria.
El de esta colonia agrícola fue concretamente el sueño de la duquesa de Sevillano, benefactora de la ciudad de Guadalajara a quien se debe, también, el extraordinario complejo de Adoratrices. Queda ya muy poco de aquel sueño que su arquitecto de cabecera, el genial Ricardo Velázquez Bosco, convirtió en realidad. El abandono, con sus erosiones, pero también el vandalismo, con los robos de materiales o los juegos sin miramientos de los jóvenes que durante generaciones hasta allí se han aproximado, agravan una situación de ruina que las voces más sensibles ya denunciaban hace treinta años.